dimecres, 17 de novembre del 2010

Sad eyes never lie?

Hace unas semanas me pasó un caso que no os podríais creer. Un viernes entró un niño en la Peluquería que dijo que venía a cortarse el pelo. La verdad es que lo tenía bastante largo y enmarañado y creí que realmente le convenía.
Cuando le pregunté por qué venía solo, siendo tan pequeño, pues no le puse más de ocho años, mirándome con ojos tristes me comentó que su madre se pasaba el día en el bar. No sé si era que me tenía que venir la regla o qué, pero el estómago se me retorció en una mueca extraña y me inundó una pena terrible. Me ofrecí a cortarle el pelo yo misma, con una sensación interna como si le estuviera dando un plato de arroz a un niño africano que fuera a morir de hambre aquel mismo día. A través de mi espejo de los ojos que hablan, me llegaba su infinita tristeza, y me vino a mente también la canción del Boss, sad eyes never lie, en la que creo bastante.
Pero la cosa no acabó aquí. Empecé a hacerle preguntas para intentar averiguar si había en aquella familia algún indicio de maltrato, y cuando le pregunté por su padre me endosó: “Hace tiempo que se fue de casa. Mamá dice que mi padre siempre ha ido con mujeres”.
Si me hubiera encontrado a aquel niño por la calle, nunca hubiera pensado que pudiera tener un problema familiar tan grave. Iba razonablemente bien vestido, no parecía estar desnutrido, sus ojos eran inteligentes. Entre tijeretazo y tijeretazo reflexioné sobre cómo son las cosas y cómo parecen exteriormente, impresionada por toda la mierda que puede esconderse detrás de las apariencias.
El colmo llegó cuando le pregunté por qué no estaba en el colegio y me espetó con triste naturalidad que no iba a la escuela. Que le cuidaba una señora mayor, pero que no hablaba su idioma. Hice una pausa en el corte y fui al lavabo a vomitar y me puse a llorar como una magdalena. Me parecía mentira que aquello pudiera pasar en el primer mundo.
Cuando se marchó, me dijo que, aunque vivía en la otra punta, su madre no le dejaba que cogiera un taxi, ni el autobús, y le seguí desde la puerta de  la Pelu hasta que mis ojos lo perdieron de vista.
Aquella noche me la pasé en vela sopesando si denunciar el caso a la policía. Cuando me decidí, casi se habían hecho las ocho de la mañana sin pegar ojo. Me enfundé unos vaqueros gastados, un jersey de lana, un gorro a juego y un abrigo grueso. Aquel Febrero estaba siendo el más frío de los últimos quince años. Al salir, el vaho de mi respiración me indicó el camino más corto a la comisaría como si de un TBO se tratara.
Al cruzar la esquina de la Peluquería, me dí de morros con una madre y un hijo a los que pedí perdón por haberles arrollado. El niño, vivaracho y parlanchín, y yo, nos reconocimos enseguida. Su madre, quien, con un amor lleno de complicidad, le llevaba de la mano, tardó un poco más, pero cuando lo hizo, me dijo: “Hola! Ya me ha dicho Luis que fuiste muy amable con él ayer. ¿Has desayunado? Ven, que te invito a un café con leche y unos cruasans. Trabajo en este bar de enfrente de la peluquería ¿sabes? Y me aleccionó con una verborrea saltarina sobre lo difícil que es criar a los hijos trabajando los dos. Yo todo el día aquí, y su padre es fotógrafo. ¿Sabes, lleva toda la semana en la Fashion Week de Nueva York, modelos para arriba, modelos para abajo. Con lo arrogantes que son. Y encima van los políticos y se sacan de la manga lo de la semana blanca. ¡Para ayudar! Suerte que mi madre puede estar con él. Si no, no sé lo que habríamos hecho. Aunque Luis es tan exigente. ¡Siempre dice que su abuela no le entiende! Oye, cuando quieras pásate por casa y charlamos un rato. Vivimos aquí mismo, en el otro extremo de la calle, apenas cien metros. Me caí de la silla y sólo me acuerdo que la madre me abanicaba con la edición de ayer de La Vanguardia, en la que en portada aparecía una foto bastante grande de Bruce Springsteen y una reseña generosa sobre su concierto en Barcelona.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada